Ya es rutina preguntar si una reunión será presencial o virtual. También, cuántos días a la semana los trabajadores deben ir a la oficina. Es un fenómeno global, pero la manera en que diferentes organizaciones enfrentan el mismo problema varía según el lugar y las generaciones involucradas.
Aquellas personas con el infortunio de vivir en un lugar caluroso y lluvioso, donde el transporte público es deficiente, esgrimen un argumento muy poderoso para no asistir a la oficina, o hacerlo lo menos posible. La experiencia de desplazarse hacia el trabajo es sumamente desagradable. Por las mismas razones, el estudio en línea, cursos y carreras enteras se imparten de modo virtual. Las universidades que antes de la pandemia sufrían por falta de espacio físico hoy tienen edificios desocupados.
Además de desagradable, los viajes diarios hacia lugares de trabajo y estudio son dañinos para la salud de las personas y del medio ambiente. Un estudio reciente de la UNA determinó que el aire en San José es de peor calidad que en Ciudad de México. Incluso supe hace unos años que, de acuerdo con un estudio anterior, el aire más contaminado del país está en la esquina frente al Hospital San Juan de Dios.
Llegar a la conclusión de que tanto el transporte público como el privado deben ser eléctricos es bastante trivial, pero hacerlo, presumiendo que exista voluntad política, tomará décadas (y algunos no tenemos tanto tiempo).
Medición del trabajo
Los jerarcas de las organizaciones no tardaron en darse cuenta de que no contaban con los mecanismos necesarios para controlar o medir la producción en los trabajos de oficina, por lo que están tomando medidas, algunas sumamente draconianas (como ingresar a las computadoras de los colaboradores y analizar el uso del teclado y el mouse), que violan la privacidad y la intimidad de los trabajadores, y que, además, en la mayoría de los casos, también atentan contra la cultura organizacional, o por lo menos contra la que existía antes de la pandemia.
Obviamente, las generaciones más jóvenes son las más reacias a la presencialidad y más proclives a la tecnología. Un estudio reciente en el Reino Unido reveló que una cuarta parte de las personas de entre 18 y 34 años nunca contestan el teléfono, y un 70 % prefieren un mensaje de texto a una llamada.
Una gran cantidad de jóvenes tienen grabaciones en el servicio de correo de voz pidiendo que no les dejen mensajes porque no los escucharán y tampoco devolverán la llamada.
La virtualidad no solo implica una diferencia espacial (estar en lugares diferentes), sino también una diferencia temporal (interactuar en tiempos distintos, de manera asincrónica). Interactuar de manera asincrónica es eficiente, pero no siempre eficaz; los malentendidos son frecuentes.
El trabajo en equipo requiere buenos canales de comunicación, empatía entre los miembros y objetivos y valores compartidos. Cuando el equipo está geográficamente distribuido y trabaja en tiempos diferentes (debido al huso horario u otros motivos), se necesita una cultura organizacional muy fuerte y bien definida.
La definición y gestión de esa cultura se complica además por las diferencias generacionales entre los colaboradores. Es frecuente encontrar hasta cuatro generaciones trabajando en una misma organización. Medidas draconianas, como obligar a todos a trabajar presencialmente cinco días a la semana, probablemente causen la salida de los más jóvenes y, ciertamente, de aquellos con las mejores destrezas técnicas.
He escuchado varias veces a millennials y centennials demandar la posibilidad de trabajar desde la casa, y si no existe esa opción, ni siquiera asisten a la entrevista de trabajo.
Compleja solución
La solución es una mezcla entre lo presencial y lo virtual, pero decidir dónde y cuándo trabaja cada uno es una tarea que crece más que linealmente en complejidad conforme crece el tamaño de la organización. Tal vez lo más delicado es el impacto en la cultura organizacional.
Es moderadamente fácil decidir cuáles reuniones serán virtuales y cuáles deben ser presenciales, lo mismo para la capacitación y el entrenamiento. Sin embargo, para mí, parece más complejo decidir cómo debe ser la cultura organizacional, ya que será, con seguridad, diferente de la que existía antes de la pandemia.
No dudo que pronto surgirán, como hongos, los diseñadores de la cultura organizacional y, por supuesto, los consultores que ayudarán a echarla a andar.
Cinismo aparte, es un tema que se las trae, ya que precisa estudio cuidadoso y la participación de muchos. Las ideas hay que dejarlas madurar, compartirlas para recibir críticas constructivas y, así, ir mejorándolas.
Las ocurrencias, si no se someten a un proceso riguroso de crítica y revisión, nunca dejarán de ser ocurrencias y, por tanto, su valor siempre será restringido.
Aunque es posible que la próxima cultura organizacional surja como la anterior: nadie la diseñó, fue producto de la interacción de mucha gente durante muchos años. La gran interrogante es si tenemos el tiempo disponible para dejar que esto suceda y si estamos dispuestos a asumir el riesgo de la rápida proliferación de nuevas tecnologías y sus efectos en el comportamiento humano.