En este país tropical, donde algunos de cuyos ciudadanos desarrollan software innovador y ofrecen servicios tecnológicos de calidad mundial, sufrimos hace unos días un episodio kafkiano que hubiera dado tema al gran García Márquez para fabular algún buen cuento en que se mezclan la realidad y la fantasía.
La fantasía puede devenir en pesadilla y se nos hizo real.
La Dirección General de Tributación convocó a los contribuyentes a actualizar su domicilio fiscal.
El formulario estaba en formato pdf, no editable. Teníamos que imprimirlo, llenarlo a mano y acompañarlo con una factura de servicios que incluyese la dirección de la persona (física o jurídica) que actualizaba los datos. certificación de personería jurídica, las empresas, y un poder, en caso necesario.
Papel. Tiempo (¡siete horas yo, seis horas mi esposa!). Tuvimos que llenar los datos a mano, lo que implica que Tributación deberá digitarlos posteriormente en algún sistema de información, con riesgo de cometer errores de transcripción.
En ajustes al vuelo al proceso, las oficinas de Hacienda permitieron que dejásemos los formularios y sabremos dos semanas después cómo nos fue con el trámite.
Un viejo adagio informático reza “si entra basura, sale basura”. No se ha aprovechado la tecnología para aligerar el proceso y hacerlo lo más digital posible desde el principio. Tributación corre el riesgo de tener malas fuentes de datos.
Nuestra pesadilla logística pudo haberse aminorado con un proceso que repartiera a los contribuyentes a lo largo de varias semanas (o meses), como se hace en la revisión técnica vehicular, con base en el último dígito de la placa del automóvil.
No quiero estimar cuánto costaron a la sociedad las horas improductivas de la ciudadanía en esos días de filas tramitómanas interminables.
Artículo publicado en el periódico El Financiero